Conferencia que pronunció Monseñor Julián Herranz, Presidente del Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos legislativos, el 16 de septiembre de 2003 en el Curso de Derecho Canónico sobre «La disciplina sacramental a la luz de algunas intervenciones recientes de la Santa Sede», organizado por la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad de Navarra
Escuchando la Lectio Magistralis del Santo Padre Juan Pablo II en el acto de conferimiento del Doctorado Honoris Causa por la Universidad “La Sapienza” de Roma, el 17 de mayo de este año, me gustó especialmente oírle repetir una afirmación que había ya hecho en el Simposio sobre “El derecho en la vida y misión de la Iglesia” organizado en 1993 por el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos. Dijo el Papa: “El principio que me ha guiado en mi interés (por el derecho) es que la persona humana –tal como ha sido creada por Dios– es el fundamento y el fin de la vida social, a la que el derecho debe servir. Efectivamente « la centralidad de la persona humana en el derecho ha sido expresada eficazmente en el aforismo clásico: Hominum causa omne ius constitutum est. Esto equivale a decir que el derecho es tal si y en la medida en que pone en su fundamento la verdad sobre el hombre »”(1).
Pocos meses antes, y refiriéndose concretamente al Derecho canónico, el Papa había afirmado en clave teológica esa “centralidad de la persona en el derecho”: “En realidad –dijo– la referencia de la norma canónica al misterio de la Iglesia, como ha recomendado el Vaticano II (cfr. Decr. Optatam totius, n. 16), pasa también por la vía maestra de la persona, de sus derechos y deberes, teniendo como es obvio muy presente el bien común de la sociedad eclesial”(2).
Quisiera partir precisamente de esta afirmación –que tiene simultáneamente en cuenta los derechos subjetivos y el bien común– para tratar el delicado tema de los límites puestos al derecho de los fieles a recibir el Sacramento que es fundamento y cumbre de la vida cristiana: la Sagrada Eucaristía. Aludiré primero a la naturaleza de ese derecho y, después, a las varias modalidades y razones de sus límites de ejercicio.
El derecho a la Sagrada Comunión
“Los fieles tienen derecho a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos” (CIC, can. 213; CCEO, can. 16). A este derecho fundamental de todos los fieles, clérigos y laicos, que es un derecho público derivado de la misma condición de “persona in Ecclesia Christi” (cfr. CIC, can. 96), corresponde un deber de la Jerarquía –obligación de justicia, no sólo de caridad–, que el can. 843 formula así: “Los ministros sagrados no pueden negar los sacramentos a quienes los pidan de modo oportuno, estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos” (§ 1; cfr. CCEO, can. 381, § 2).
A esta formulación general del “ius ad sacramenta” el Legislador ha añadido específicamente el “ius ad sacram communionem”: “Todo bautizado a quien el derecho no se lo prohíba, puede y debe ser admitido a la sagrada comunión” (CIC, can. 912). Siendo la Eucaristía el más excelso de todos los sacramentos –porque en él no sólo se comunica la gracia divina, sino que se recibe al Autor mismo de la gracia–, es comprensible que el derecho universal de la Iglesia establezca una serie de normas, algunas ya de derecho divino, tanto para proteger y regular el ejercicio de ese derecho como para limitarlo, cuando así lo exigen la veneración debida al Cuerpo y la Sangre de Cristo, la recta formación de las conciencias y el bien común de la sociedad eclesial.
Se comprende bien que el Concilio Vaticano II haya hecho esta rotunda afirmación: “En la Santísima Eucaristía está contenido todo el bien espiritual de la Iglesia”(3), y que hasta el mismo Código de Derecho Canónico, no obstante la sobriedad propia del lenguaje jurídico, se exprese así: “El sacramento más augusto, en el que se contiene, se ofrece y se recibe al mismo Cristo Nuestro Señor, es la santísima Eucaristía, por la que la Iglesia vive y crece continuamente” (CIC, can. 897).
Por su parte, ha recordado recientemente Juan Pablo II en la magnífica Encíclica Ecclesia de Eucharistia: “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación”(4). “Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura (...). En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn. 6, 54)” (n. 18).
No nos podemos detener a comentar las numerosas normas que, a lo largo de todo el Código –especialmente en los libros IIº y IVº–, garantizan, ordenan y estimulan la recta y fructuosa celebración de este sacramento, el derecho de los fieles a recibirlo y la debida tutela de ese derecho por parte de los sagrados Pastores. Aunque sea menos agradable, por su evidente connotación negativa, debemos referirnos a los límites que, en el ejercicio de su potestad de jurisdicción, la suprema Autoridad eclesiástica ha puesto a la recepción de la sagrada Comunión.
Trataremos sucesivamente de los límites que por razones diversas (de fuero interno o de fuero externo: edad, sanciones canónicas, etc.) afectan a quienes tienen realmente ese derecho: es decir, los bautizados en la Iglesia católica y los que han sido recibidos en ella; finalmente, aludiré a los requisitos para que pueda administrarse la Eucaristía a los bautizados que no están dentro de la plena comunión con la Iglesia.
Falta de las debidas disposiciones interiores
Con la sagrada Comunión Cristo viene a poner su morada en nuestra alma (cfr. Jn. 6, 56) y nos hace partícipes de su vida divina hasta el punto de transformarnos en Él, de llegar a ser una sola cosa con Él (cfr. Jn. 18, 22). Hacia una tal prueba de amor debe necesariamente corresponder por parte del fiel –clérigo o laico– que lo desea recibir una actitud humilde de purificación, de conversión. Por eso, al requisito “rite dispositi” –estar con las debidas disposiciones– establecido en el derecho general a los sacramentos (cfr. CIC, can. 843, § 1) (5), el Legislador ha añadido la siguiente norma exhortativa, que remite a la conciencia moral del fiel, a tutela de la santidad de la Eucaristía: “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes” (CIC, can. 916) (6). Respecto a estas circunstancias excepcionales, es útil recordar que la doctrina moral considera «motivo grave» el peligro de muerte o el de infamia, mientras que la « contrición perfecta » no sería tal ni produciría por tanto el perdón de los pecados si fuese excluido o hecho culpablemente ineficaz el propósito de acudir cuanto antes al Sacramento de la Penitencia.
Juan Pablo II, después de explicar –con referencia también a la conocida exhortación del Apóstol: 1 Cor. 11, 28– por qué la sagrada Comunión presupone “la vida de la gracia, por medio de la cual se nos hace «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe. 1, 4)” cita la siguiente clara enseñanza de San Juan Crisóstomo: «También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo» (7).
El Papa, después de una referencia expresa a las correspondientes normas de los dos Códigos canónicos (8) y al Catecismo de la Iglesia Católica(9), concluye así: “Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, « debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal »”(10).
Por desgracia, y sin duda por una escasa preparación catequética que eduque las conciencias sobre la presencia real de Cristo en las Especies eucarísticas y las necesarias disposiciones del alma para recibirlo, no faltan frecuentes abusos en esta materia. Vds. saben que, incluso en naciones de sólida tradición cristiana como España, los obispos han debido pronunciarse así: “queremos llamar la atención de aquellos fieles cristianos que no tienen inconveniente en comulgar con relativa frecuencia y, sin embargo, no suelen acercarse al sacramento de la Penitencia... la Iglesia es consciente de que la Eucaristía es sacrificio de reconciliación y alabanza. Sin embargo un sacramento no puede sustituir al otro”(11).
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Cabe incluir dentro de este apartado sobre las necesarias disposiciones para recibir la sagrada Comunión la norma sobre el ayuno eucarístico, notablemente mitigada respecto a la precedente disciplina(12). El can. 919, § 1 exige “abstenerse de tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada comunión, a excepción sólo del agua y de las medicinas”. El cómputo de una hora se refiere no al comienzo de la Misa sino al momento de comulgar. En cuanto al sacerdote que tenga necesidad de binar o de trinar, “puede tomar algo antes de la segunda o tercera Misa, aunque no medie el tiempo de una hora” (can. 919, § 2).
No hay, en cambio, restricciones legales en esta materia respecto a “las personas de edad avanzada o enfermas”, y asimismo respecto de “quienes las cuidan” (can. 919, § 3). Pero es aconsejable, como es lógico, que estos fieles se preparen a la recepción del santísimo Sacramento con un cierto tiempo de recogimiento y oración.
Exclusión de la comunión por razón de edad o de enfermedad
Se alude aquí al triple caso de los niños antes del suficiente desarrollo mental, al de los adolescentes y mayores subnormales y al de adultos afectos de enfermedades mentales que privan del uso de razón. Tratándose de fieles católicos, la Jerarquía limita el ejercicio del derecho a recibir la sagrada Comunión –de la que quedarían privados sin alguna culpa personal– solamente en razón de la veneración debida al santísimo Sacramento.
Es sabido que para ser administrada la primera Comunión a los niños se requiere dos condiciones: que tengan “suficiente conocimiento” y que hayan recibido una “preparación cuidadosa” (CIC, can. 913, § 1). No establece esta norma una edad determinada, pero se tiene ordinariamente en cuenta, en base al can. 97, § 2, que el menor “cumplidos los siete años, se presume que tiene uso de razón”. Así lo recuerda el “Directorio Catequético General”(13), que determina también cómo ha de formarse la conciencia de los niños para que “que entiendan el misterio de Cristo en la medida de su capacidad, y puedan recibir el Cuerpo del Señor con fe y devoción” (CIC, 913, § 1), salva la norma de que, en peligro de muerte basta que el niño sea capaz “de distinguir el Cuerpo de Cristo del alimento común y de recibir la comunión con reverencia” (CIC, 913, § 2).
Personalmente pienso que este mismo criterio, en cuanto al “uso de razón” y “suficiente conocimiento” de la Eucaristía, es aplicable en el caso de la administración del Pan de vida a los deficientes y subnormales de cualquier edad. No hay que olvidar que la persona subnormal o minusválida es un sujeto plenamente humano, con los correlativos derechos innatos, sacros e inviolables, cuyo ejercicio se debe favorecer, tanto en la sociedad civil como en la Iglesia, en la medida de sus posibilidades(14).
El uso de razón es un elemento esencial de la capacidad jurídica. Y puesto que el Derecho canónico exige un “suficiente uso de razón” (CIC, can. 11) para la obligación de obedecer a las leyes eclesiásticas, es lógico que también para el ejercicio de los derechos, y concretamente del derecho a la sagrada Eucaristía, basta que el bautizado deficiente o subnormal tenga un uso de razón que aún siendo ciertamente “limitado” pueda considerarse “suficiente”.
Es diverso el caso de los enfermos mentales privados habitualmente del uso de razón, de los que se ocupa el can. 99. Estas personas, que carecen por completo de lucidez mental, se equiparan a los infantes, están sometidas a tutela y son exentos de las leyes meramente eclesiásticas, incluso en eventuales momentos o intervalos de lucidez. Sin embargo –aun estando exentos de la obligación de recibir el sacramento– pienso que, en atención al particular amor de Cristo por los enfermos, si tuvieran momentos de lucidez mental y el mínimo conocimiento requerido para los niños en peligro de muerte (cfr. CIC, can. 913, § 2), se les podría conceder que recibieran también ellos el Pan de vida eterna.
Denegación de la sagrada Eucaristía (CIC, can. 915)
Son ciertamente los diversos supuestos contenidos en esta ley prohibitiva los que han provocado más enfrentamientos doctrinales –teológicos y canónicos– tensiones pastorales y, consiguientemente, intervenciones aclaratorias y puntualizaciones de la Santa Sede. Me referiré sobre todo a éstas, sin hacer referencia explícita a las opiniones de autores privados que las motivaron.
Como es bien sabido, el can. 915 (15) establece que: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave».
Estando los excomulgados y los sancionados con interdicto en situación, respectivamente, de ruptura o de grave lesión de la comunión eclesiástica (cfr. CIC, cáns. 1331-1332), es obvio que no puedan ser admitidos a la Eucaristía, Sacramento que presupone, consolida y expresa en grado eminente los vínculos de comunión: “sea en la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros, sea en la dimensión visible, que implica la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico”(16).
Para evitar el peligro de difamación, si se negara públicamente la comunión cuando estas censuras aún no son conocidas en el fuero externo, el canon precisa delicadamente que se ha de tratar de penas ya impuestas, en el caso de la excomunión o del entredicho ferendae sententiae, o bien, si se trata de penas latae sententiae, después de que la pena haya sido declarada.
En todo caso, el que cese o no la denegación de recibir la Eucaristía depende del mismo fiel, puesto que la pena ha de ser remitida a quien haya cesado en su contumacia (cfr. CIC, can. 1358, § 1).
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En el tercer supuesto enunciado en el canon –“los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”– es, como bien se sabe, el que ha provocado más comentarios contrapuestos y aun polémicos, sobre todo por quienes, con una interpretación reductiva y meramente positivista de la norma, han pretendido contraponerla a la doctrina del Magisterio. Y, sin embargo, la norma es clara en la determinación de los tres requisitos para que el ministro del Sacramento niegue la Comunión: que se trate de pecado grave, que sea pecado manifiesto en el fuero externo –no oculto– y que el fiel persevere obstinadamente en ese estado.
Entre los que se encuentran en esta situación irregular están incluidos: a) las llamadas “uniones libres”; b) los que contraen sólo matrimonio civil y c) los divorciados que se vuelven a casar civilmente.
a) Es creciente en algunos países el número de los que conviven more uxorio, en uniones libres, de forma públicamente conocida, con o sin ningún tipo de reconocimiento civil. Como pueden ser muy variadas las causas que han llevado a esa situación irregular, la actitud pastoral de acercamiento, ayuda y educación moral de esas personas requerirá modalidades y matices diversos, para ayudarles con paciente caridad a regularizar esa situación y poder recibir la Eucaristía.
Advirtió ya en 1981 Juan Pablo II, en la Exhortación postsinodal Familiaris consortio (17), que este tipo de uniones, que algunas legislaciones civiles tienden hoy a favorecer, ponen en general graves problemas sociales (destrucción del concepto de matrimonio y de familia, atenuación del sentido de fidelidad, posibles traumas psicológicos en los hijos, etc), y tienen para los fieles cristianos gravísimas consecuencias religiosas y morales: pérdida del sentido religioso del matrimonio, privación de la gracia del sacramento y grave escándalo. Obviamente quienes perseveren manifiestamente en esa situación externa de pecado grave no podrán, por desgracia, ser admitidos a la sagrada Comunión (18).
b) Los unidos sólo con matrimonio civil
Se trata de católicos que, por motivos ideológicos y (o) prácticos, contraen solo matrimonio civil, excluyendo o por lo menos difiriendo –por causas diversas: incluso por escasez de clero e ignorancia de la forma extraordinaria del sacramento– el matrimonio religioso. En cualquier caso la acción pastoral ha de dirigirse a convencer y ayudar a esas personas a regular su situación de modo que esta se acomode a su fe y a la moral cristiana. La Exhortación Familiaris consortio recuerda que: “Aun tratándoles con gran caridad e interesándoles en la vida de las respectivas comunidades, los pastores de la Iglesia no podrán admitirles a los sacramentos” (19). Obviamente tampoco se excluye en este caso –porque no se trata de fieles que hayan incurrido en pena de excomunión o entredicho– la posibilidad, si se comprometen a vivir continentes en espera de contraer matrimonio canónico, de admitirles privadamente a la sagrada Comunión, si rite dispositi y remoto scandalo.
c) Los divorciados que se casan civilmente.
“La Iglesia –recordó Juan Pablo II en la Familiaris consortio–, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez (...) dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio” (20).
No obstante esta clara reafirmación de la doctrina continuamente enseñada por la Iglesia en relación a estos casos dolorosos, ha habido especialmente en las dos últimas décadas desviaciones pastorales –favorecidas por equívocas teorías de algunos teólogos y canonistas– que han motivado la sucesiva intervención de la Congregación para la Doctrina de la Fe y del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos.
El primero de estos dos Dicasterios envió el 14 de septiembre de 1994 una Carta a todos los Obispos de la Iglesia Católica (21), advirtiéndoles sobre lo errado de algunas soluciones pastorales –aparentemente justas y benévolas– según las cuales, salvo el principio general de la no admisión a la recepción de la Eucaristía de los divorciados que se han vuelto a casar, en algunos casos estos podrían ser admitidos a la Comunión; concretamente, cuando los interesados estuvieran convencidos en conciencia de que el anterior matrimonio, irreparablemente fracasado, nunca había sido válido.
Sobre la base de que el matrimonio cristiano no es un mero acto privado, sino una realidad sacramental y pública, la Carta precisa: “La errada convicción de poder acceder a la Comunión eucarística por parte de un divorciado vuelto a casar, presupone normalmente que se atribuya a la conciencia personal el poder de decidir en último término, basándose en la propia convicción, sobre la existencia o no del anterior matrimonio y sobre el valor de la nueva unión. Sin embargo, dicha atribución es inadmisible. El matrimonio, en efecto, en cuanto imagen de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia así como núcleo basilar y factor importante en la vida de la sociedad civil, es esencialmente una realidad pública. Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada. Pero es también cierto que el consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada, ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto, el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento” (22).
La Carta termina recordando, entre otras cosas, las normas codiciales acerca de la fuerza probatoria de las declaraciones de las partes en los procesos matrimoniales: “La disciplina de la Iglesia, al mismo tiempo que confirma la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos para el examen de la validez del matrimonio de los católicos, ofrece actualmente nuevos caminos para demostrar la nulidad de la anterior unión, con el fin de excluir en cuanto sea posible cualquier diferencia entre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva conocida por la recta conciencia (cf. Código de Derecho Canónico cann. 1536, § 2 y 1679, y Código de los cánones de las Iglesias Orientales cáns. 1217, § 2 y 1365)” (23).
La intervención en cambio del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, en forma de Declaración, publicada el 24 de junio de 2000, obedeció al hecho de que, contradiciendo a estos pronunciamientos doctrinales, algunos canonistas negaban que la expresión “los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave” pudiese ser aplicada a los divorciados vueltos a casar civilmente. Según estos autores, puesto que el canon habla de “pecado grave” es necesario que se den todas las condiciones requeridas para la existencia del pecado mortal, también las subjetivas, que sin embargo no pueden ser juzgadas ab externo por el ministro de la Comunión; además, se requeriría una previa amonestación para que pueda perseverarse “obstinadamente” en el pecado.
La Declaración del Consejo Pontificio, concordada con las Congregación para la Doctrina de la Fe y la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, después de explicar cómo la prohibición del canon deriva de la ley divina, y por qué en el caso de la admisión de esas personas a la Comunión el escándalo –acción que mueve a otros al mal– atañe a la vez al sacramento de la Eucaristía y a la indisolubilidad del matrimonio, afirma:
“Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial, declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de la ley (cfr. can. 17) con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos. La fórmula «y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son: a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva; b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial; c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual” (24).
Es muy posible que el Santo Padre tuviese presentes las aludidas interpretaciones equívocas del can. 915, cuando en su discurso conmemorativo del XXº aniversario del nuevo Código se refirió críticamente a la visión de quienes pretenden interpretar y aplicar las leyes eclesiásticas separándolas de la doctrina del Magisterio. “Es sabido –dijo– que, en esta óptica reductiva, se ha llegado incluso a hipotizar a veces dos diversas soluciones al mismo problema eclesial: una inspirada en los textos magisteriales y otra en los canónicos. En la base de tal planteamiento está una idea muy pobre del Derecho Canónico, como si éste se identificase con el solo dictado positivo de la norma. Pero no es así: en efecto la dimensión jurídica, siendo teológicamente intrínseca a la realidad eclesial, puede ser objeto de enseñanzas magisteriales, también definitivas” (25).
Me parece oportuno notar, con respecto a la cuestión que nos ocupa –de particular relieve pastoral– cuatro afirmaciones hechas en la mencionada Declaración. Esta precisa que:
1º) “no se encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones –como, por ejemplo, la educación de los hijos– «satisfacer la obligación de la separación, asumen el empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los cónyuges» (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la base de ese propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de que tales fieles no viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo.
2º) “la prudencia pastoral aconseja vivamente que se evite el tener que llegar a casos de pública denegación de la sagrada Comunión. Los Pastores deben cuidar de explicar a los fieles interesados el verdadero sentido eclesial de la norma, de modo que puedan comprenderla o al menos respetarla. Pero cuando se presenten situaciones en las que esas precauciones no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles, el ministro de la distribución de la Comunión debe negarse a darla a quien sea públicamente indigno. Lo hará con extrema caridad, y tratará de explicar en el momento oportuno las razones que le han obligado a ello”.
3º) “El discernimiento de los casos de exclusión de la Comunión eucarística de los fieles que se encuentren en la situación descrita concierne al Sacerdote responsable de la comunidad. Éste dará precisas instrucciones al diácono o al eventual ministro extraordinario acerca del modo de comportarse en las situaciones concretas”.
4º) “La Iglesia reafirma su solicitud materna por los fieles que se encuentran en esta situación o en otras análogas, que impiden su admisión a la mesa eucarística. Cuanto se ha expuesto en esta Declaración no está en contradicción con el gran deseo de favorecer la participación de esos hijos a la vida eclesial, que se puede ya expresar de muchas formas compatibles con su situación”.
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No quisiera terminar esta parte dedicada a los casos en que viene negada la sagrada Comunión, sin recordar un principio teológico que ordinariamente será muy conveniente enseñar a los fieles interesados. Es cierto que el modo pleno de participar al Sacrificio eucarístico es la recepción de la santa Comunión. Pero no hay que olvidar que la participación en la santa Misa tiene por sí misma un valor salvífico y constituye una perfecta forma de oración, independientemente de que se reciba o no la Comunión. Por eso, también quienes no puedan recibirla tienen, como todos los demás fieles, el derecho a participar en la Celebración eucarística, e incluso la obligación de hacerlo en los días de precepto señalados por la Autoridad eclesiástica.
Otros límites puestos a los fieles
Me referiré brevemente a dos cuestiones bien diversas, esto es: a) al número de veces que se puede recibir la Comunión en el mismo día, y b) a la necesaria alusión a la pertenencia a la Masonería:
a) Ante las dudas surgidas al respecto, la suprema Autoridad ha afirmado la imposibilidad –por respeto y veneración a la Eucaristía cuya recepción no puede banalizarse– de recibir la sagrada Comunión más de dos veces al día. Con una Interpretación auténtica, del 11 de julio de 1984, la competente Comisión Pontificia respondió como sigue a la pregunta: “Si, a tenor del can. 917, el fiel que ya ha recibido la Santísima Eucaristía, puede recibirla en el mismo día solamente otra vez, o siempre que participa en la celebración eucarística”. La respuesta fue: “Affirmative ad primum; negative ad secundum”.
b) La norma referente a la Masonería es una “Declaración” de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de fecha 26 de noviembre de 1983, en la que, después de asegurar que “no ha cambiado el juicio negativo de la Iglesia respecto a las asociaciones masónicas, porque sus principios siempre han sido considerados inconciliables con la doctrina de la Iglesia” y por eso la afiliación a ellas sigue prohibida, afirma que: “Los fieles que pertenezcan a asociaciones masónicas se hallan en estado de pecado grave y no pueden acercarse a la santa comunión”.
Como se sabe, la mención expresa de la masonería que se hacía en el can. 2335 del CIC 17 (26) no se consideró necesaria en el correlativo canon 1374 del CIC 83, que habla genéricamente de inscripción a cualquier asociación “que maquina contra la Iglesia”, y establece –siguiendo el criterio de máxima reducción de las penas latae sententiae, especialmente de la “excomunión”– una pena ferendae sententiae indeterminada. La Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe no hace referencia explícita a este canon, aunque alude genéricamente a las prescripciones canónicas. Se limita a declarar la existencia en el caso de pertenencia a una asociación masónica de un “estado de pecado grave”. Y, por consiguiente, la imposibilidad moral por parte del fiel de recibir la Comunión eucarística (cfr. can. 916). Obviamente, en el caso de que el fiel persistiese obstinadamente en situación de “pecado grave” y esa situación fuera además manifiesta, el ministro no puede admitir el fiel a la santa Comunión (cfr. can. 915).
La Sagrada Eucaristía y los bautizados acatólicos
“Al considerar la Eucaristía como Sacramento de la comunión eclesial –ha dicho Juan Pablo II–, hay un argumento que, por su importancia, no puede omitirse: me refiero a su relación con el compromiso ecuménico” (27). El Santo Padre es bien conciente de que la aspiración a la meta del restablecimiento de la unidad de los cristianos –aspiración común a nosotros y a nuestros hermanos de otras Iglesias y Comunidades eclesiales– ha llevado a felices iniciativas de encuentro fraterno y de diálogo sereno, pero no faltan a veces por parte de algunos también abusos que, más que favorecer oscurecen el camino del verdadero compromiso ecuménico.
Por eso, y citando expresamente las relativas normas de los dos Códigos y de los competentes Dicasterios de la Santa Sede (28), el Papa recuerda a los sacerdotes que: “Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar la misma liturgia eucarística hasta que no se restablezca la integridad de dichos vínculos” (29).
Pero si la concelebración no es posible cuando falta la plena comunión, sí es posible en algunos casos la administración de la Eucaristía –lo que no significa intercomunión– a quienes no están en perfecta comunión con la Iglesia Católica. Se trata, sin embargo, de circunstancias especiales, ante la imposibilidad de acceder al ministro propio para satisfacer una grave necesidad espiritual, y siempre que esos fieles de otras Iglesias y Comunidades eclesiales profesen la fe católica respecto a la Eucaristía –o, en su caso, de la Penitencia y de la Unción de los enfermos–, y estén bien dispuestos.
También con relación a estos casos especiales , y para corregir y prevenir abusos –entre ellos la llamada “acogida eucarística” (administración indiscriminada de la sagrada Comunión a bautizados acatólicos en la celebración de matrimonios mixtos, encuentros ecuménicos, etc.), el Santo Padre, después de recordar las relativas normas del Vaticano II y del nuevo Corpus Iuris Canonici, ha advertido en la misma Encíclica Ecclesia de Eucharistia:
“Es necesario fijarse bien en estas condiciones (límites fijados por la Autoridad legítima), que son inderogables, aún tratándose de casos particulares y determinados, puesto que el rechazo de una o más verdades de fe sobre estos sacramentos y, entre ellas, lo referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que sean válidos, hace que el solicitante no esté debidamente dispuesto para que le sean legítimamente administrados” (30).
Como se sabe, la trasgresión de esta norma configura un delito que, a tenor del can. 1365, debe ser castigado con una pena justa. Es sabido que muy recientemente, en base a este canon y al can. 1389, § 1 sobre el abuso de potestad eclesiástica, un Obispo alemán ha privado inmediatamente de su oficio de párroco y prohibido la celebración de la Eucaristía en público a un sacerdote de su presbiterio que, prescindiendo de estas normas disciplinares sobre el recto ecumenismo, había administrado indiscriminadamente la sagrada Eucaristía a todos los asistentes –católicos y no católicos– a un encuentro ecuménico.
Conclusión
Años antes de que, siguiendo la constante tradición de la Iglesia, el Concilio Vaticano II calificase el augusto Sacramento de la Eucaristía “fuente y cumbre de la vida cristiana” (31), el Santo Fundador de esta Universidad, San Josemaría Escrivá, dedicaba una de sus más conocidas homilías a este misterio de amor que él llamó “centro y raíz de la vida espiritual del cristiano” (32). Personalmente recuerdo muy bien, por haber convivido con él veintidós años, la profunda piedad doctrinal y la amorosa ternura y delicadeza de su intensa vida eucarística. El Espíritu Santo lo llevó siempre a descubrir en ella, simultáneamente, el místico manantial de su vida contemplativa y el amoroso impulso de su prodigiosa vibración apostólica. Por eso lo hemos visto también sufrir mucho, muchísimo –en tremendo dolor de amor– cuando veía que la Eucaristía era maltratada –que era nuevamente maltratado Cristo–, no sólo por abusos e improvisaciones anárquicas en la celebración del Santo Sacrificio, sino también por la administración o la recepción de la sagrada Comunión sin las debidas disposiciones exigidas por la doctrina moral y las leyes de la Iglesia.
Estoy seguro de que todos Vds. han visto aletear ese mismo espíritu en la hermosa Carta Encíclica de Juan Pablo II Ecclesia de Eucharistia. Por eso, me parece que el mejor modo de terminar estas modestas consideraciones, será citar un pasaje de la Encíclica que dice así:
“La Iglesia ha dado normas que se orientan a favorecer la participación frecuente y fructuosa de los fieles en la Mesa eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones objetivas en las que no debe administrar la comunión. El esmero en procurar una fiel observancia de dichas normas se convierte en expresión efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia” (33).
Pamplona, 16 de septiembre de 2003
Julián Herranz
Arzobispo Presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos
Notas
(1) Communicationes 35 (2003) 27.
(2) Discurso a los participantes en la Jornada Académica “Veinte años de experiencia Canónica 1983-2003”, Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, 24 de enero de 2003, n. 4: Communicationes 35 (2003) 5.
(3) Decr. Presbyterorum ordinis, n. 5.
(4) Encíclica Ecclesia de Eucharistia, del 17 de abril de 2003, n. 11.
(5) Cfr. CCEO, can. 381, § 2.
(6) Cfr. CCEO, can. 711; Exhort. apost. Reconciliatio et Poenitentia, del 2 de dicembre de 1984, n. 27.
(8) Homilías sobre Isaías 6, 3: PG 56, 139.
(9) CIC, can. 916; CCEO, can. 711.
(10) Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 36: En nota se cita: “Discurso a la Sacra Penitenciaría Apostólica y a los penitenciarios de las Basílicas Patriarcales romanas” (30 de enero de 1981): AAS 73 (1981) 203. Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia, cap. 7 et can. 11: DS 1647, 1661.
(11) Conferencia Episcopal Española, Instrucción “La Eucaristía alimento del Pueblo peregrino”, del 4 de marzo de 1999.
(12) Cfr. CIC 17, cann. 808 e 858. Esta norma fue ya mitigada por actos pontificios precedentes al CIC 83: cfr. Pío XII, Cost. Apost. Christus Dominus, del 6 de enero de 1953, con relativa “Instrucción” aplicativa; Pío XII, Motu pr. Sacram Communionem, del 19 de marzo de 1957 y Pablo VI, Rescriptum, del 21 de noviembre de 1964.
(13) [La edad] “tanto para la confesión como para la comunión, es aquella en la cual el niño comienza a razonar, esto es, alrededor de los siete años, más o menos” (Addendum 1: AAS 64 [1972] 173).
(14) Secretaría de Estado, A cuantos se dedican al servicio de las personas deficientes, 4 de marzo de 1981: EV 7/1143.
(15) Cfr. CCEO, can. 712.
(16) Encíclica Ecclesia de Eucharistia, cit., n. 35.
(17) AAS 73 (1981) 81-191. Cfr. sobre todo los nn. 80 y 81. En el mismo sentido se han pronunciado los documentos sobre pastoral familiar elaborados por Conferencias episcopales: cfr., por ejemplo, Conferencia Episcopal Italiana, Direttorio di pastorale familiare, Roma 1983, p. 185.
(18) No se excluye, en cambio, que en determinadas situaciones, si los interesados no pueden todavía –contra su voluntad– regularizar la situación, y se han comprometido a no vivir “more uxorio”, se les pueda administrar la Comunión privadamente, evitando así el posible escándalo.
(19) Familiaris consortio, n. 82.
(20) Ibidem, n. 84. Cfr. también la Exhortación apostólica Reconciliatio et Poenitentia, cit., n. 34. El “Catecismo de la Iglesia Católica” reafirma: “Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación (...). La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que a aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia” (n. 1650).
(21) Carta Annus internationalis Familiae, del 14 de septiembre de 1994: AAS 86 (1994) 974-979. Juan Pablo II insistió en estas aclaraciones en su discurso a la Rota Romana, del 10 de febrero de 1995: AAS 87 (1995) 1013-1019.
(22) Carta Annus internationalis Familiae, cit., nn. 7-8.
(23) Ibidem, n. 9.
(24) Communicationes, 32 (2000) 160-161. Es obvio que si sólo el sacerdote conociese esa situación de pecado, y el fiel se acercase a comulgar, debería darle la Comunión para no difamarlo ante la comunidad, aunque tiene la obligación de amonestarle después en privado para que adecue su proceder a la doctrina de la Iglesia.
(25) Discurso a los participantes en la Jornada Académica, cit., n. 3.
(26) “Los que dan su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género, que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas, incurren ipso facto en excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica”.
(27) Encíclica Ecclesia de Eucharistia, cit., n. 43.
(28) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 908; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 702; Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para el ecumenismo (25 marzo 1993) 122-125, 129-131: AAS 85 (1993) 1086-1089; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Ad exsequendam (18 mayo 2001): AAS 93 (2001) 786
(29) Encíclica Ecclesia de Eucharistia, cit., n. 44.
(30) Ibidem, n. 46.
(31) Cost. dogm. Lumen gentium, n. 11.
(32) San Josemaría Escrivá, La Eucaristía, misterio de amor en «Es Cristo que pasa», n. 87.
(33) Encíclica Ecclesia de Eucharistia, cit., n. 42.