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Mensaje de Juan Pablo II a la Conferencia episcopal francesa en el centenario de la ley de separación de la Iglesia y el Estado, de 11 de febrero de 2005

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A monseñor Jean-Pierre Ricard, Arzobispo de Burdeos, Presidente de la Conferencia episcopal de Francia y a todos los obispos de Francia.

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Durante vuestras visitas ad limina, me habéis hecho participe de vuestras preocupaciones y vuestras alegrías, poniendo de relieve las buenas relaciones que mantenéis con los responsables de la sociedad civil, por lo cual ni puedo menos de alegrarme. En nuestros encuentros abordé en vosotros la cuestión de las relaciones con las autoridades civiles desde la perspectiva del centenario de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. Asimismo, en el discurso que dirigí a los obispos de la provincia de Besançon, el 27 de febrero de 2004, traté directamente sobre la cuestión de la laicidad.

2. En 1905, la ley de separación de la Iglesia y el Estado, que denunciaba el Concordato de 1804, fue un acontecimiento doloroso y traumático para la Iglesia en Francia. Esa ley regulaba el modo de vivir en Francia el principio de laicidad y, en ese marco, sólo mantenía la libertad de culto, relegando al mismo tiempo el hecho religioso a la esfera privada, sin reconocer a la vida religiosa y a la institución eclesial un lugar en el seno de la sociedad. La vida religiosa del hombre sólo se consideraba entonces como un simple sentimiento personal, desconociendo así la naturaleza profunda del hombre, ser a la vez personal y social en todas sus dimensiones, incluida su dimensión espiritual. Sin embargo, desde 1920, hay que agradecer al Gobierno francés el haber reconocido, en cierta manera, el lugar del hecho religioso en la vida social, la actividad religiosa personal y social, y la constitución jerárquica de la Iglesia, que es constitutiva de su unidad.

El centenario de esta ley puede ser hoy ocasión para reflexionar sobre la historia religiosa en Francia durante el siglo pasado, considerando los esfuerzos realizados por las diferentes partes enfrentadas para mantener el diálogo, esfuerzos coronados con el restablecimiento de las relaciones diplomáticas y con el acuerdo estipulado en 1924, suscrito por el Gobierno de la República, descrito después en la encíclica de mi predecesor el Papa Pió XI, con fecha 18 de febrero de ese año, Maximam gravissimamque. A partir de 1921, después de años difíciles, por iniciativa del Gobierno francés, ya se habían entablado nuevas relaciones entre la República francesa y la Sede apostólica, que abrían el camino a un marco de negociación y cooperación. En este, marco, pudo ponerse en marcha un proceso de pacificación, en el respeto del orden jurídico, tanto civil como canónico. Este nuevo espíritu de comprensión mutua permitió entonces encontrar solución a cierto número de dificultades y hacer que todas las fuerzas del país contribuyeran al bien común, cada una en su propio ámbito.

En cierta manera, se puede decir que ya se había alcanzado una suerte de entendimiento día a día, que abría el camino a un acuerdo consensual de hecho sobre las cuestiones institucionales de importancia fundamental para la vida de la Iglesia. Esta paz, lograda progresivamente, ha llegado a ser una realidad profundamente arraigada en el pueblo francés. Permite a la Iglesia que está en Francia cumplir su misión con confianza y serenidad, y participar cada vez más activamente en la vida de la sociedad, respetando las competencias de cada uno.

3. Bien comprendido, el principio de laicidad, muy arraigado en vuestro país, pertenece también a la doctrina social de la Iglesia. Recuerda la necesidad de una justa separación de poderes (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 571-572), que se hace eco de la invitación de Cristo a sus discípulos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Lc 20, 25). Por su parte, la no confesionalidad del Estado, que es una no intromisión del poder civil en la vida de la Iglesia y de las diferentes religiones, así como en la esfera de lo espiritual, permite que todos los componentes de la sociedad trabajen juntos al servicio de todos y de la comunidad nacional.

Asimismo, como recordó el concilio ecuménico Vaticano II, la Iglesia no está llamada a gestionar el ámbito temporal, puesto que "en razón de su función y de su competencia, no se confunde, de ningún modo con la comunidad política y no está vinculada a ningún sistema politicón (Gaudium et spes, 76; cf. n. 42). Pero, al mismo tiempo, es preciso que todos trabajen por el interés general y por el bien común. Así se expresa también el Concilio: «La comunidad política y la Iglesia, (...) aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas» (ib., 76).

4. La aplicación de los principios de la doctrina social de la Iglesia ha permitido, entre otras cosas, nuevos desarrollos en las relaciones entre la Iglesia y el Estado en Francia, hasta llegar, durante los últimos años, a la creación de una instancia de diálogo al más alto nivel, abriendo el camino, por una parte, a la regulación de las cuestiones pendientes o de las dificultades que pueden presentarse en diferentes campos, y por otra, a la realización de un cierto número de colaboraciones en la vida social, con vistas al bien común. Así, pueden desarrollarse relaciones confiadas que permiten tratar las cuestiones institucionales, por lo que concierne a las personas, a las actividades y a los bienes,con espíritu de cooperación y de respeto mutuo. Me complacen también todas las formas de colaboración que se realizan de manera serena y confiada en los municipios, en las comunidades locales y en el seno de las regiones, gracias a la atención de las personas elegidas, del clero, de los fieles y de los hombres y mujeres de buena voluntad.

Conozco la estima en la que tenéis a los responsables de la nación y los vínculos que mantenéis con ellos, estando siempre dispuestos a aportar vuestra contribución a la reflexión, en los ámbitos donde se juega el futuro del hombre y de la sociedad, y con vistas a un mayor respeto de las personas y de su dignidad. Con vosotros, aliento a los fieles laicos en su deseo de servir a sus hermanos y hermanas con una participación cada vez más activa en la vida pública, pues, como dice el concilio Vaticano II, «la comunidad cristiana se siente verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia» (Gaudium et spes, 1). Los católicos de Francia, en razón de su condición de ciudadanos, como sus compatriotas, tienen el deber de participar, según sus competencias y en el respeto de sus convicciones, en los diferentes sectores de la vida pública.

5. El cristianismo ha desempeñado, y desempeña aún, un papel importante en la sociedad francesa, en los campos político, filosófico, artístico o literario. En el siglo XX, la Iglesia en Francia ha contado también con grandes pastores y grandes teólogos. Se puede decir que fue un período particularmente fecundo, incluso para la vida social. Henri de Lubac, Yves Congar, Marie-Dominique Chenu, Jacques y Raisa Maritain, Emmanuel Mounier, Robert Schuman, Edmond Michelet, Madeleine Delbrél, Gabriel Rosset, Georges Bernanos, Paul Claudel, Francois Mauriac, Jean Lacroix, Jean Guitton, Jérôme Lejeune, tantos nombres que han marcado el pensamiento y la praxis franceses, y que siguen siendo grandes figuras reconocidas no sólo por la comunidad eclesial sino también por la comunidad nacional.

Estas personas, al igual que otros muchos católicos, han ejercido una influencia decisiva en la vida social de vuestro país y algunos también en la construcción de Europa; todos fundaban su planteamiento intelectual y su actividad en los principios evangélicos. Puesto que amaban a Cristo, amaban también a los hombres y se entregaban a su servicio. Hoy corresponde a los católicos de vuestro país avanzar por el camino de sus predecesores. No se puede olvidar el papel tan importante que han desempeñado los valores cristianos en la construcción de Europa y en la vida de los pueblos del continente. El cristianismo ha modelado en gran parte el rostro de Europa, y a los hombres de hoy les corresponde edificar la sociedad europea sobre los valores que presidieron su nacimiento y que forman parte de su riqueza.

Francia no puede por menos de alegrarse de tener en su seno a hombres y mujeres que sacan del Evangelio, de su vida espiritual y de su vida cristiana, elementos y principios antropológicos que promueven una elevada idea del hombre, principios que les ayudan a cumplir su misión de ciudadanos, en todos los niveles de la vida social, para servir a sus hermanos los hombres, para participar en el bien común, para difundir la concordia, la paz, la justicia, la solidaridad y el buen entendimiento entre todos, en definitiva, para aportar con alegría su piedra a la construcción del cuerpo social.

A este propósito, conviene que hoy os preocupéis por intensificar cada vez más la formación de los fieles en la doctrina social de la Iglesia y en una reflexión filosófica seria, sobre todo la de los jóvenes que se preparan para desempeñar cargos importantes en puestos de decisión en el seno de la sociedad; deberán esforzarse por difundir los valores evangélicos y los fundamentos antropológicos seguros en los diferentes ámbitos de la vida social. Así, en vuestro país, la Iglesia se presentará a la cita con la historia. Los cristianos son conscientes de que tienen una misión que cumplir al servicio de sus hermanos, como dice uno de los textos mas antiguos de la literatura cristiana: «Es tan noble el puesto que Dios les ha asignado, que no les es lícito desertar de él» (Carta a Diogneto, VI, 10). Esta misión implica también para los fieles un compromiso personal, ya que supone dar testimonio de palabra y obra, viviendo los valores, morales y espirituales, y proponiéndolos a sus conciudadanos, en el respeto de la libertad de cada uno.

6. La crisis de valores y la falta de esperanza que se constata en Francia, y más ampliamente, en Occidente, forman parte de la crisis de identidad que atraviesan las sociedades modernas actuales; estas muy a menudo sólo proponen una vida fundada en el bienestar material, que no puede indicar el sentido de la existencia, ni dar los valores fundamentales para tomar decisiones libres y responsables, fuente de alegría y felicidad. La Iglesia se interroga sobre esta situación y desea que los valores religiosos, morales y espirituales, que forman parte del patrimonio de Francia, que han modelado su identidad y han forjado a generaciones de personas desde los primeros siglos del cristianismo, no caigan en el olvido. Por tanto, invito a los fieles de vuestro país, en la línea de la Carta a los católicos de Francia que les dirigisteis hace algunos años, a encontrar en su vida espiritual y eclesial la fuerza para participar en la res publica, y para dar nuevo impulso a la vicia social y una esperanza renovada a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. «Podemos pensar, con razón, que la suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar». (Gaudium et spes, 31).

Desde esta perspectiva, las relaciones y la colaboración confiada entre la Iglesia y el Estado no pueden por menos de tener efectos positivos para construir juntos lo que el Papa Pío XII ya definía como «legítima y sana laicidad» (Discurso a la colonia de las Marcas en Roma, 23 de marzo de 1958), que, como recordé en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, no ha de ser un «tipo de laicismo ideológico o separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas» (n. 117). Así, las fuerzas sociales, en lugar de ser antagonistas, estarán, cada vez más, al servicio de toda la población que vive en Francia. Confío en que este tipo de actividad permita afrontar las situaciones nuevas de la sociedad francesa actual, en particular en el marco pluriétnico, multicultural y multiconfesional de estos últimos años.

Reconocer la dimensión religiosa de las personas y de los componentes de la sociedad francesa, significa querer asociarla a las demás dimensiones de la vida nacional, para que aporte su dinamismo a la edificación social y para que las religiones no tiendan a refugiarse en un sectarismo que podría representar un peligro para el Estado mismo. La sociedad debe poder admitir que las personas, respetando a los demás y las leyes de la República, puedan manifestar su pertenencia religiosa. En caso contrario, se corre siempre el riesgo de un aislamiento de identidad y sectario, y del aumento de la intolerancia, que no pueden menos de entorpecer la convivencia y la concordia en el seno de la nación.

En razón de vuestra misión, estáis llamados a intervenir regularmente en el debate público sobre las grandes cuestiones de la sociedad. De igual modo, en nombre de su fe, los cristianos, personalmente o en asociaciones, deben poder tomar públicamente la palabra para expresar sus opiniones y manifestar sus convicciones, aportando así su contribución a los debates democráticos, interpelando al Estado y a sus conciudadanos sobre sus responsabilidades de hombres y mujeres, especialmente en el campo de los derechos fundamentales de la persona humana y del respeto de su dignidad, del progreso de la humanidad -que no puede buscarse a cualquier precio-, de la justicia y de la equidad, así como de la conservación del planeta, sectores que comprometen el futuro del hombre y de la humanidad, y la responsabilidad de cada generación. A esta condición, la laicidad, lejos de ser lugar de enfrentamiento, es verdaderamente el espacio para un diálogo constructivo, con el espíritu de los valores de libertad, igualdad y fraternidad, en los que el pueblo de Francia, con mucha razón, está fuertemente arraigado.

7. Sé que estáis muy atentos a la presencia de la Iglesia en los lugares donde se plantean las grandes y fundamentales cuestiones sobre el sentido de la existencia humana. Pienso -por nombrar sólo algunas particularmente significativas- en el sector hospitalario, donde la asistencia espiritual a los enfermos y al personal constituye una ayuda muy importante, así como en el ámbito de le educación, donde es preciso abrir a los jóvenes a la dimensión moral y espiritual de la vida, para permitirles desarrollar su personalidad íntegra.

En efecto, la educación no puede limitarse a una formación científica y técnica, sino que debe tener en cuenta todos los aspectos de la persona del joven. Con esta perspectiva trabaja la Enseñanza católica, de la que en vuestras diócesis sois vosotros los responsables. Conozco su preocupación por colaborar en la labor educativa, que compete a las autoridades civiles, pero también su deseo de mantener en el cuerpo docente y en la enseñanza su especificidad propia. Al Estado, por su parte, respetando las reglas establecidas, le corresponde garantizar también a las familias que lo deseen la posibilidad de hacer que se imparta a sus hijos la catequesis que necesitan, elaborando especialmente horarios convenientes para ello. Por otra parte, sin dimensión moral, los jóvenes no pueden por menos de sentir la tentación de la violencia y de comportamientos indignos de ellos, como se constata regularmente.

A este propósito, quisiera rendir homenaje a los numerosos santos y santas educadores, que han marcado la historia de vuestras Iglesias particulares y de la sociedad en Francia. Me complace recordar a vuestros dos últimos compatriotas, a quienes he canonizado, Marcelino Champagnat, que contribuyó ampliamente a la educación de la juventud en las zonas rurales de Francia, y Leonia Aviat, que se dedicó a ayudar a los pobres y creó escuelas para las muchachas en centros urbanos.

Sé que os esforzáis por formar a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, y a los laicos, para que sean testigos y compañeros de sus hermanos, atentos a sus interrogantes y capaces de sostenerlos en su vida humana, y espiritual. A este propósito, os felicito por el trabajo valiente de profesores y educadores, en medio de los jóvenes de vuestro país, conociendo la delicadeza y la importancia de su misión.

8. He querido que el año 2005 sea para toda la comunidad eclesial Año de la Eucaristía. En la carta apostólica que escribí sobre este tema, recordé que «La "cultura de la Eucaristía" promueve una cultura del diálogo, que en ella encuentra fuerza y alimento. Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede incluso fomentar actitudes de intolerancia» (Mane nobiscum Domine, 26). Por eso, os invito a vosotros, queridos hermanos en el episcopado, así como a todos los sacerdotes y fieles católicos de Francia, a sacar de la Eucaristía la fuerza para dar un testimonio renovado de los auténticos valores morales y religiosos, para proseguir un diálogo confiado y una colaboración serena con todos en el seno de la sociedad civil, y para ponerse al servicio de todos.

Al final de esta carta, quiero expresaros a vosotros y a todos vuestros compatriotas mi agradecimiento por lo que ya se ha hecho en el campo social y mi confianza en el futuro de un buen entendimiento entre todos los componentes de la sociedad francesa, entendimiento del que ya sois testigos. Que sepan todos vuestros compatriotas que los miembros de la comunidad católica de Francia desean vivir su fe en medio de sus hermanos y hermanas, y poner a disposición de todos sus competencias y sus talentos. Que nadie tenga miedo de la actividad religiosa de las personas y de los grupos sociales. Realizada en el respeto de la sana laicidad, no puede menos de ser fuente de dinamismo y promoción del hombre.

Aliento a los católicos franceses a estar presentes en todos los sectores de la sociedad civil, tanto en los barrios de las grandes ciudades como en la sociedad rural; tanto en el mundo de la economía, de la cultura y de las artes como en el de la política; tanto en las obras caritativas como en el sistema educativo, sanitario y social, manteniendo un diálogo sereno y respetuoso con todos. Deseo que todos los franceses trabajen unidos para el crecimiento de la sociedad, a fin de que todos se beneficien.

Ruego por el pueblo de Francia. Pienso, de modo especial, en las personas y las familias afectadas por dificultades económicas y sociales. Ojalá que se instaure una solidaridad cada vez mayor, para que nadie se vea marginado. Que en este período se preste mayor atención a las personas que no tienen ni vivienda ni comida.

Conservo el recuerdo de las diferentes visitas que he tenido la alegría de realizar a la amada tierra de Francia y, sobre todo, mi inolvidable peregrinación a Lourdes, lugar particularmente amado por los fieles de vuestro país y, más ampliamente, por todas las personas que quieren encomendarse a María. He podido apreciar la profundidad humana y espiritual de la actitud de hombres, mujeres y niños franceses que acuden a la gruta de Massabielle, testimoniando así el trabajo pastoral que realizáis en vuestras diócesis, con los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los laicos comprometidos en la misión de la Iglesia.

Encomendándoos a la intercesión de Nuestra Señora de Lourdes, a la que honramos muy particularmente en este día y a la que se venera en numerosos santuarios de vuestra tierra, y de todos los santos de vuestro país, os imparto a vosotros, así como a todos los fieles de vuestras diócesis, una afectuosa bendición apostólica.

Vaticano, 11 de febrero de 2005

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