El derecho procesal canónico, como el entero derecho canónico, ha de servir a la función del fin de la Iglesia, que es la salus animarum, la salvación de las almas, como recuerda el canon 1752 del Código de derecho canónico. Es conocido que el Concilio Vaticano II, en el Decreto Christus Dominus 16, ha recordado esta función del derecho canónico, al indicar que el Obispo ha de ser pastor de las almas confiadas a él, y no hay función que se sustraiga a esta misión.
La equidad canónica
El derecho canónico, a este respecto, establece la peculiar figura de la equidad canónica (aequitas canonica), como criterio para usar los principios generales del derecho al rellenar lagunas (cfr. canon 19). No se menciona la equidad para la interpretación de los cánones en general: sí se menciona, sin embargo, como criterio de interpretación del juez si un fiel es llamado a juicio; el canon 221 § 2 así lo establece:
Es posible, por lo tanto, plantearse el alcance de la equidad canónica en el ámbito del derecho procesal. Más aún, es posible plantearse si la equidad se debe identificar con la caridad, en el sentido de moderar o atenuar las consecuencias restrictivas de la aplicación del derecho o del proceso.
El Romano Pontífice en el Discurso a la Rota Romana de 1990, planteó delante de los Auditores de este Tribunal, si es posible atribuir «alcance e intentos pastorales únicamente a aquellos aspectos de la moderación y de la humanidad que se relacionen inmediatamente con la equidad canónica (aequitas canonica); es decir, sostener que solamente las excepciones a la ley, el eventual no recurso a los procedimientos y a las sanciones canónicas, y la dinamización de formalidades judiciales tienen verdadera relevancia pastoral».
Se debe recordar que, si bien la caridad es la virtud que ha de regir la vida de la Iglesia, no se puede contraponer con la justicia, como si fuera necesario ser injusto para vivir la caridad: expresándolo brevemente, no es caritativa la injusticia. Es posible recurrir a las excepciones a la ley y moderar el uso de sanciones y restricciones, siempre que tal interpretación no sea injusta, no vaya contra las exigencias de la justicia. Juan Pablo II, en el discurso aludido, lo expresó de modo positivo: «también la justicia y el derecho estricto - y por lo tanto las normas generales, las sanciones, y las demás manifestaciones jurídicas típicas, cuando se hacen necesarias- se requieren en la Iglesia para el bien de las almas y son por lo tanto realidades intrínsecamente pastorales».
La caridad en el proceso canónico
Como se ve, se debe considerar que la aplicación estricta del derecho también es exigencia de la caridad y de la equidad que pide el Código. Se hace necesario, como se ve, profundizar algo más en el sentido y la finalidad de la justicia -o mejor, de la administración de la justicia, de la función judicial- en la Iglesia.
Cualquier sociedad organizada elabora un sistema judicial, que, para que sea eficaz, ha de incluir un sistema procesal eficiente, que garantice a cada persona el reconocimiento de sus derechos e intereses legítimos. Se puede decir que la sociedad no subsistiría sin la garantía del recurso a los tribunales: recurso que, además, ha de ser eficaz. Se haría imposible en la práctica el desarrollo de los derechos de cada individuo, si no existe el proceso. En el Código de derecho canónico se establece que los fieles tienen el derecho reconocido a acudir a los tribunales (canon 221). La actividad judicial, así, no se convierte en algo ajeno a la sociedad eclesiástica, sino que está en la entraña misma de la Iglesia. Así se comprende que es oportuna la alusión a la finalidad de la Iglesia que hace el canon 1752. Pues -al ser una actividad eclesial- el proceso canónico ha de adecuarse a la salus animarum.
A la luz de las anteriores aclaraciones se ve que sería un abuso disociar la caridad de la justicia, o -dicho de otra manera- separar la caridad de la verdad. Puesto que no se comprende una actividad relacionada con la salus animarum que ignore las exigencias de la justicia: no puede haber caridad si falta la justicia. “La actividad pastoral, a su vez, aunque se extienda más allá de los exclusivos aspectos jurídicos, incluye siempre una dimensión de justicia. Sería imposible, de hecho, llevar almas hacia el reino del cielo si se prescindiese de ese mínimo de caridad y de prudencia que consiste en el compromiso de hacer observar la ley y los derechos de todos en la Iglesia” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana de 1990, nº 4).
Es pastoral, por lo tanto, el proceso canónico llevado con rigor y con las exigencias que pide el Código de Derecho Canónico. Y también es pastoral la actividad del juez que declara la verdad del caso, después de un proceso canónico correctamente llevado. No podría ser de otro modo: no puede ser pastoral declarar lo contrario de lo que se ha demostrado.
Naturaleza pastoral del proceso matrimonial
También se aplica al proceso canónico matrimonial. Ciertamente, un juez o un tribunal eclesiástico no puede decretar una nulidad donde ve la validez, porque sería falsear la verdad. Desde luego el juez o el tribunal ha de considerar la situación de la personas, debe tener en cuenta los problemas concretos de las partes procesales, pero no puede alterar el orden del proceso, o menos aún -sería un contrasentido- usar esas circunstancias como razón para decretar una nulidad si ésta no ha quedado clara durante el proceso, como si la difícil situación de las partes fuera en sí misma un capítulo de nulidad. Las circunstancias de las partes han de servir para procurar la celeridad en las tramitaciones, o para intentar la reconciliación en todas las fases del proceso, pero nunca pueden servir para contravenir las normas del proceso.
Así lo expresa el Romano Pontífice en el Discurso a la Rota citado: “la autoridad eclesiástica se esfuerza en conformar sus acciones con los principios de la justicia y de la misericordia, también cuando trata causas referentes a la validez del vínculo matrimonial. Por ello toma nota, por un lado de las grandes dificultades en las que se mueven las personas y las familias implicadas en situaciones de infeliz convivencia conyugal y reconoce su derecho a ser objeto de una solicitud pastoral especial. Pero no se olvida, por otra parte, del derecho que también tienen de no ser engañados por una sentencia de nulidad que esté en conflicto con la existencia de un verdadero matrimonio. Una declaración tan injusta de nulidad no encontraría ningún aval legítimo en el recurso a la caridad o a la misericordia. La caridad y la misericordia no pueden prescindir de las exigencias de la verdad. Un matrimonio válido, incluso si está marcado por graves dificultades, no podría ser considerada inválido sin hacer violencia a la verdad y minando de tal modo el único fundamento sólido sobre el que se puede regir la vida personal, conyugal y social. El juez, por lo tanto, debe siempre guardarse del riesgo de la falsa compasión que degeneraría en sentimentalismo, y sería solo aparentemente pastoral. Los caminos que se apartan de la justicia y de la verdad acaban contribuyendo a distanciar a la gente de Dios, obteniendo así el resultado opuesto al que se buscaba de buena fe” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana de 1990, nº 5).
No se puede olvidar que la función de defender una unión válida “representa la tutela de un don irrevocable de Dios a los esposos, a sus hijos, a la Iglesia, y a la sociedad civil”. También es de justicia, y es exigencia de caridad, declarar la existencia de un verdadero matrimonio si el juez llega a esta conclusión. El canon 1060 declara el favor del derecho de que goza el matrimonio, que hace que exista una presunción de validez del matrimonio. Lo cual tiene una función procesal necesaria para la defensa de los derechos de los cónyuges y de la sociedad eclesiástica e incluso de la sociedad civil. Por eso, cuando el juez defiende la verdad del caso hace un impagable servicio a la sociedad, y meritorio además, si lo hace por honrar a Dios, que es Dios de la Verdad.
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