Alocución de 10 de febrero de 1995 (AAS, 87 (1995), pp. 1013-1019)
1. Le estoy sinceramente agradecido, monseñor Decano, por las expresiones con las que se ha hecho intérprete de los buenos deseos del Colegio de los Prelados Auditores y de los Oficiales del Tribunal de la Rota Romana, como también de quienes componen el estudio rotal y los abogados rotales. A todos saludo con afecto.
Siempre me produce satisfacción el hecho de recibiros con motivo de la apertura del año judicial, que me ofrece la grata oportunidad, ante todo, de reunirme con vosotros y de manifestaros mi agradecido aprecio y, además, de estimularos en vuestro peculiar servicio eclesial.
Las reflexiones que usted ha hecho en su discurso, monseñor Decano, me sugieren que me detenga, como continuación de lo que consideré obligado decir el pasado año, sobre dos temas, en cierto modo complementarios entre sí. Me refiero a la urgente necesidad, por una parte, de colocar a la persona humana en el centro de vuestro cometido, más propiamente de vuestro «ministerio de justicia»; y, por otra, al deber de tener en cuenta las exigencias que se derivan de una visión unitaria que abrace, al mismo tiempo, justicia y conciencia individual.
2. No hay duda de que el hombre creado a imagen de Dios, redimido por el sacrificio de Cristo y convertido en su hermano, es el único destinatario de toda la acción evangelizadora de la Iglesia y, por tanto, también del mismo ordenamiento canónico. Con razón, pues, el Concilio Vaticano II, al reafirmar la altísima vocación del hombre, no ha dudado en reconocer «cierta semilla divina depositada en él» (Gaudium et spes, 3). «La imagen divina -nos recuerda también el Catecismo de la Iglesia católica- está presente en todos los hombres. Brilla en la comunión de las personas, a semejanza de la unión de las personas divinas entre ellas» (1702; cfr. nn. 27, 1701, 1703), de suerte que -para repetir la enseñanza conciliar- «todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos» (Gaudium et spes, 12).
Pero «¿qué es el hombre?» se pregunta inmediatamente el Concilio. La pregunta no es ociosa. Sobre la naturaleza del ser humano existen, en efecto, opiniones entre sí divergentes. Consciente de ello, el Concilio se ha comprometido a ofrecer una respuesta en la cual «se perfile la verdadera condición del hombre, se especifiquen sus enfermedades, y, al mismo tiempo, se puedan conocer con acierto su dignidad y vocación» (Gaudium et spes, 12).
3. No es, por tanto, suficiente, referirse a la persona humana y a su dignidad, sin haberse esforzado previamente por elaborar una adecuada visión antropológica que, partiendo de datos científicos ciertos, permanezca enraizada en los principios básicos de la filosofía perenne y, al mismo tiempo, se deje iluminar por la vivísima luz de la Revelación cristiana.
Ésta es la razón por la que, en una reunión anterior con este Tribunal, tuve que referirme a «una visión verdaderamente integral de la persona» y tuve que advertir contra ciertas corrientes de la psicología contemporánea, las cuales «superando la propia y específica competencia, invaden dicho territorio y se mueven en él bajo el impulso de presupuestos antropológicos no conciliables con la antropología cristiana» (Discurso a los miembros de la Rota Romana de 1987, n. 29). Tales presupuestos, en efecto, presentan una imagen de la naturaleza y de la existencia humana «cerrada a los valores y significados que trascienden el dato inmanente y que permiten al hombre orientarse hacia el amor de Dios y del prójimo como su última vocación» (ib., n. 4).
4. No es inútil, por tanto, llamar la atención, una vez más, de los Tribunales eclesiásticos sobre las inadmisibles consecuencias que, a causa de planteamientos doctrinales erróneos, repercuten negativamente sobre la administración de la justicia, y, de forma particular y todavía más grave, sobre el tratamiento de las causas de nulidad del matrimonio. Ya desde hace muchos años, por otra parte, la específica normativa canónica; al disponer, de hecho, de consultas de médicos especialistas y de expertos en la ciencia y práctica psiquiátrica, había advertido expresamente: «sin embargo, procédase con precaución a fin de que sean excluidos los que no profesan la sana doctrina (católica) en esta materia» (instr. Provida Mater Ecclesia, art. 151).
Solamente una antropología cristiana, enriquecida por la contribución de los datos obtenidos con certeza por la ciencia también en tiempos recientes en los campos psicológico y psiquiátrico, puede ofrecer una visión completa por ello, realista, del hombre. Ignorar que el hombre «tiene una naturaleza herida, inclinada al mal -advierte el Catecismo de la Iglesia católica- causa de graves errores en el campo de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» (n. 407; cfr. nn. 410 ss.). Igualmente sería erróneo olvidar que el sacrificio de Cristo ha redimido gratuitamente al hombre y lo ha hecho capaz, incluso en medio de los condicionamientos del mundo exterior y del suyo interior, de hacer el bien y de asumir compromisos para toda la vida.
5. Todo esto debe conducir necesariamente a una consideración cada vez mayor de la altísima nobleza del hombre, de sus derechos inviolables, del respeto que le es debido, incluso cuando sus actos y su comportamiento se convierten en objeto de examen judicial por parte de la legítima autoridad en general y de la eclesial en particular.
Es bien conocida la aportación que, sobre todo en los últimos decenios, la elaboración en materia de jurisprudencia de la Rota Romana ha ofrecido para un conocimiento cada vez más adecuado de aquel «hombre interior» del que nacen, como del propio centro propulsor, los actos conscientes y libres. En este ámbito es absolutamente laudable el recurso a las disciplinas humanistas en sentido amplio, y a las disciplinas médico-biológicas o también psiquiátricas y psicológicas, en sentido estricto. Pero una psicología puramente experimental no ayudada por la metafísica ni iluminada por la doctrina moral cristiana, conduciría a un concepto limitado del hombre que terminaría por exponerlo a tratos decididamente degradantes.
En realidad el hombre, ayudado y fortalecido por la gracia sobrenatural, es capaz de superarse a sí mismo: por tanto, ciertas exigencias del Evangelio, que en una visión de las cosas puramente terrena y temporal podrían aparecer como demasiado duras, no solamente son posibles, sino que también aportan beneficios esenciales para el crecimiento del hombre mismo en Cristo.
6. Respecto a este hombre es necesario adoptar una actitud de reverente consideración también en la tramitación de los procesos. Con este fin esta Sede Apostólica no ha dejado de impartir, de acuerdo con las circunstancias y los tiempos, directrices oportunas. Así ha sucedido, por ejemplo, cuando se ha presentado el deber de recurrir a investigaciones periciales que, en cierto modo, habrían podido dañar el sentido de una comprensible y necesaria discreción (cfr. Resp. S. Oficio, de 2 de agosto de 1929, AAS 21 [1929], p. 490; art. 150 cit. instr. S.C. Sacram., AAS 28 [1936] p. 343; Decreto Santo Oficio de 12 junio de 1942, AAS 34 [1942], p. 200; Alocución de Pío XII de 8 octubre de 1953, AAS 45 [1953] pp. 673-679).
Igualmente, cuando las condiciones psíquicas de una parte no garantizan una consciente y válida participación en el juicio, la ley canónica se ocupa de ello con la creación de la representación de tutoría o de curaduría ( cfr. cánones 1478-1479 CIC; cánones 1136-1137 CCEO).
Otro tanto resulta de toda la normativa en materia de defensa. De ésta se garantiza, en primer lugar, su efectiva presencia tanto con la opción privada como con la asignación de oficio de competentes defensores ( cfr. canon 1481 CIC; canon 1139 CCEO). Se defiende, además, su libre ejercicio llegando hasta prever la posible nulidad de decisiones judiciales en las que dicha libertad resultara lesionada (canon 1620, n. 7 CIC; canon 1303, n. 7 CCEO). Todo esto sirve para demostrar la concreta consideración de la dignidad del hombre, en la que está inspirada la disciplina canónica.
7. A este propósito, deseo llamar vuestra atención sobre un punto de naturaleza procesal: se refiere a la disciplina vigente en tomo a los criterios de valoración de las afirmaciones que las partes hacen en juicio (cánones 1536-1538, 1679 CIC; cánones 1217-1219, 1365 CCEO).
Es cierto que las supremas instancias de una verdadera justicia, como son la certeza del derecho y la búsqueda de la verdad, deben encontrar su equivalencia en normas de procedimiento, que pongan remedio a las arbitrariedades y ligerezas inadmisibles en todo ordenamiento jurídico, y mucho más en el canónico. Sin embargo, el hecho de que la legislación eclesial deposite justamente en la conciencia del juez, es decir, en su libre convencimiento, aunque basado en los hechos y en las pruebas (canon 1608 § 3 CIC; canon 1291 § 3 CCEO), el criterio último y el momento conclusivo del juicio mismo, demuestra que un formalismo inútil e injustificado jamás deberá prevalecer hasta sofocar los claros dictámenes del derecho natural.
8. Esto nos lleva a abordar de forma directa el otro tema al que hacía referencia al comienzo: la relación entre una verdadera justicia y la conciencia individual.
Ya escribí en la encíclica Veritatis splendor: «La forma en que se concibe la relación entre la libertad y la ley está unida íntimamente con la interpretación que se reserva a la conciencia moral» (n. 54). Aunque esto es verdad en el ámbito del así denominado «fuero interno», sin embargo no hay duda de que una correlación entre la ley canónica y conciencia del sujeto se plantea también en el ámbito del «fuero externo»; aquí se establece la relación entre el juicio de quien auténticamente y legítimamente interpreta la ley, aunque se trate un caso singular y concreto, y la conciencia de quien ha recurrido a la autoridad canónica: es decir, entre el juez eclesiástico y las partes en causa del proceso canónico.
A este respecto, escribí en la carta encíclica Dominum et vivificantem: «La ciencia no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno y lo que es malo; en cambio, en ella está inscrito profundamente un principio de obediencia en relación con la norma objetiva que sirve de fundamento y condiciona la correspondencia de sus decisiones con las órdenes y las prohibiciones que están en la base del comportamiento humano» (n. 43 ). Y en la encíclica Veritatis splendor añadí: «La autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, de ninguna manera menoscaba la libertad de conciencia de los cristianos..., incluso porque el magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia, sino más bien, manifiesta las verdades que ya debería poseer desarrollándolas a partir del acto original de fe. La Iglesia se coloca únicamente y siempre al servicio de la conciencia, ayudándole a no dejarse llevar de aquí para allá por todo viento de doctrina y por el juego engañoso de los hombres (cfr. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre bien del hombre, y especialmente en las cuestiones más difíciles, a conseguir con seguridad la verdad y a permanecer en ella» (n. 64).
Un acto aberrante de la norma o de la ley objetiva es, pues, moralmente reprobable y como tal debe ser considerado; si es verdad que el hombre debe obrar en conformidad con el juicio de la propia conciencia, es también verdad que el juicio de la propia conciencia no puede pretender establecer la ley; solamente puede reconocerla y hacerla suya.
9. También en la distinción entre la función magisterial y la jurisdiccional, es indudable que en la sociedad eclesial también la potestad judicial emana de la más general «potestad del régimen», «la cual, ciertamente, por institución divina, existe en la Iglesia» (canon 129 § 1), y que es triple: «legislativa, ejecutiva y judicial» (canon 135 § 1). Por tanto, cuando surjan dudas en tomo a la conformidad de un acto (por ejemplo, en el caso específico de un matrimonio) con norma objetiva, y consecuentemente sea cuestionada la legitimidad o también la misma validez de dicho acto, debe buscarse la referencia en el juicio correctamente formulado por la autoridad legítima (cfr. canon 135 § 3) y, en cambio, no en un pretendido juicio privado, y mucho menos en un convencimiento arbitrario de la persona. Este principio, defendido incluso por la ley canónica, establece: «Aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro antes de que conste legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente» (canon 1085 § 2).
Por tanto, se situaría al margen y, más aún, en posición antitética con el auténtico magisterio eclesiástico y con el mismo ordenamiento canónico -elemento unificador y en cierto modo insustituible para la unidad de la Iglesia- quien pretendiera quebrantar las disposiciones legislativas concemientes a la declaración de nulidad del matrimonio. Dicho principio vale no sólo con respecto al derecho sustancial, sino también a la legislación de índole procesal. Es necesario tener en cuenta esto en la acción concreta, evitando dar respuestas y soluciones casi «en el fuero interno» a situaciones acaso difíciles, pero que no pueden ser abordadas y resueltas sino dentro del respeto de las vigentes normas canónicas. Esto, sobre todo, deben tenerlo en cuenta aquellos pastores que sintieran eventualmente la tentación de distanciarse substancialmente de los procedimientos establecidos y confirmados en el Código. A todos debe ser recordado el principio según el cual, a pesar de ser concedida al obispo diocesano la facultad de dispensar, bajo determinadas condiciones, de las leyes disciplinares, no le es permitido, sin embargo, dispensar «en las leyes procesales» (canon 87 § 1).
10. Estos son los puntos doctrinales que me urgía tratar hoy. Trabajando en el ámbito jurídico así dibujado, los jueces de los tribunales eclesiásticos y, en primer lugar, vosotros, prelados auditores de este foro apostólico, prestaréis un gran beneficio al Pueblo de Dios. Os exhorto a que intentéis desarrollar siempre vuestro trabajo con aquel conocimiento adecuado del hombre y con aquella actitud de obligado respeto de su dignidad sobre la que hoy os he hablado.
Confiando en vuestro sincero sentimiento de disponibilidad a las indicaciones del magisterio y persuadido del gran sentido de responsabilidad con el que ejercéis la altísima función a vosotros confiada para el bien de la sociedad eclesial y humana, os hago llegar mis mejores deseos y, de corazón, os imparto la bendición apostólica.